El aburrimiento es una de las experiencias más universales del mundo: adultos y adolescentes, niños y ancianos, ricos y pobres, analfabetos y educados… todos, pero realmente todos, se aburren. Y, aunque se considera un sentimiento negativo, una especie de «vacío» de la mente, en realidad no es así. Hoy, tras décadas de investigación sobre el tema, sabemos que el aburrimiento es, en cierto modo, «necesario» para que nuestro cerebro sea más eficiente y gestione mejor el flujo de información y la carga de trabajo a la que está sometido.
Qué sabemos sobre el aburrimiento
El aburrimiento ya había sido examinado por pensadores de todas las épocas, mucho antes de que fuera objeto de estudios clínicos. El filósofo Séneca pensaba que el aburrimiento era mal tolerado porque «la naturaleza de la mente humana es ser activa e inclinada al movimiento». Siglos después, el filósofo alemán Arthur Schopenhauer lo definió como «una calma sin sentido», comparándolo con la prueba de que la propia existencia carecía fundamentalmente de sentido.
Ya en el siglo pasado, Theodor Adorno lo interpretó como un fenómeno más material que existencial: «una función de la vida vivida bajo la compulsión del trabajo», y fue uno de los primeros en sugerir su papel positivo como expresión de la insatisfacción humana con los regímenes represivos de la economía capitalista.
Sin embargo, aún no sabemos cuáles son las causas profundas del aburrimiento. Algunas actividades nos aburren porque no son lo suficientemente estimulantes; otras, porque son demasiado complicadas; otras más, por ser repetitivas; y algunas, simplemente porque se perciben como carentes de sentido. Así lo ilustraba la antropóloga Yasmine Musharbash en un artículo publicado en 2007 en la revista American Anthropologist, resultado de un estudio realizado en una comunidad de aborígenes australianos. Pero, por otro lado, y como discuten dos psicólogos en otro artículo publicado en 2013 en la revista Behavioral Sciences, a veces actividades que pueden parecer aburridas, como leer un cuento de hadas a un hijo o resolver un crucigrama, pueden no serlo en absoluto. En resumen, hay una gran confusión.
Luces y sombras
No es sorprendente que el aburrimiento se haya relacionado con una serie de comportamientos problemáticos. Varios estudios han demostrado que se asocia con una mayor propensión a conductas de riesgo, como el juego, el abuso de sustancias, los atracones e incluso, en casos menos frecuentes, conductas autolesivas.
Y no solo eso: también se ha vinculado con un peor rendimiento escolar y laboral, con problemas de salud mental y con un mayor riesgo de ansiedad y depresión. Afortunadamente, parte de esto también se relaciona con la sobreestimulación típica de nuestra época. La estimulación constante, señalan los dos científicos, puede ser muy costosa para el cerebro. Cuando estamos continuamente estresados debido a la adquisición constante de nueva información o al cambio frecuente de una actividad a otra, el sistema nervioso simpático (SNS) puede verse desbordado, llevándonos a experimentar un estado de sobreexcitación que aumenta el riesgo de ansiedad.
En este sentido, el aburrimiento puede considerarse una especie de «reinicio» para nuestro SNS. «Dar a nuestra mente una ‘dosis saludable’ de aburrimiento podría tener un efecto positivo en el aumento de la creatividad, la independencia de pensamiento, la búsqueda de otros intereses más allá de los estímulos externos, e incluso romper los patrones de ‘gratificación instantánea’ que conducen a adicciones como el uso compulsivo de teléfonos inteligentes», concluyen Kennedy y Hermens.
Artículo originalmente publicado en WIRED. Adaptado por Alondra Flores.